LA HISTORIA TRÁGICA DE PROCRIS*
Cuando un chisme malintencionado, ocasiona desconfianza,
dolor y muerte.
Procris, ofrece un ejemplo del daño singular que puede
causar una irreflexión.
En las faldas de las colinas, que adornan las purpúreas
flores del Himeto, brota un manantial cuyas orillas están cubiertas de espeso césped,
sin llegar a formar bosque; árboles y arbustos tejen un quitasol
magnífico. Huele allí a laurel, a
romero, a mirto. Bojes recios, humildes
retamas, cantueso sencillo y pino arrogante crecen allí. Y el céfiro mueve pausadamente todas las ramas y cruzan las ramas más
saludables. Aquél era el lugar buscado
por el joven Céfalo para descansar, tumbado, lejos de los ciervos y de los
sabuesos. Allí, desperezándose, solía
exclamar: “Aurora voladora, ven, alivia mi calor, refresca mi cuerpo sudoroso”. Pues bien, un malintencionado que por
causalidad lo oyó, fue a delatar tales palabras inocentes a la esposa, y ésta,
tomando el nombre de Aura por el de una querida, se desmayó víctima de un
intenso dolor. Palideció, como en
octubre las hojas de la vid, que caerán con el próximo invierno, o como los
maduros membrillos que doblan las ramas que los sostienen, o los frutos del
cornejo aún ácidos, ingratos al paladar.
Así que al volver en sí, lloró, gritó, rasgó su túnica, se arañó el rostro
hasta ensangrentarlo, se jaló los cabellos… corrió a través del campo, loca, a
semejanza de una bacante cuyo delirio agitara violentamente sus tirsos;
abandonó a sus acompañantes y se internó decidida en la selva, procurando
apagar sus pasos ligeros. ¿Qué intenciones
llevabas Procris, cuando así procurabas caminar sin ruido? Dime, insensata: ¿qué
volcán abrazaba tu corazón desbocado?
Sí, temías que llegara antes que tú aquella Aura, o querías ver con tus
propios ojos aquel adulterio del que eras víctima. ¡Cuánto dudas, Procris! De pronto desearías no haber sabido nada, no
haber salido de casa, no sorprender a los culpables. De pronto, te alegras de tu resolución y
dejas libres, para que te coman de incertidumbre, a los crueles celos. El lugar, el nombre y el delator te incitan a
ser agresiva, por esa propensión de las personas enamoradas a creer siempre lo
que siempre temen. Así que notas la
hierba chafada como bajo el peso de un cuerpo, sientes que se multiplican y te
golpean con furia en el pecho los latidos del corazón. Ya el Sol en el cénit acortaba las sombras y partía en dos gajos iguales de oro Oriente y Occidente, cuando Céfalo, hijo de Sileno, entra en la selva para descansar y antes se desbruza en el arroyo fresco para apagar su sed. Procris,
escondida y llena de ansiedad, lo ve tenderse en la hierba y oye cómo de nuevo
llama al Aura y a los blandos céfiros.
Comprende gozosa el error; sus mejillas recobran los colores hermosos;
suspira aliviada, se alza ligera; apartando con su cuerpo los prietos ramajes,
corre hacia el esposo… ¡Oh Fatalidad!
Distraído, Céfalo, adormilado, cree que lo sorprendió una fiera; lanza
la flecha… ¡Ay! ¿Qué has hecho
infeliz? No tiene tiempo el esposo sino
para recoger en vilo el cuerpo moribundo de Procris. El dardo certero ha atravesado a la amada por
el sitio profundo tantas veces herido de amor por Céfalo. “Muero muy joven –balbucea ella–, pero sin
afrenta de ninguna rival… y esto hará que la tierra pese más leve sobre mis
despojos… ¡Oh Céfalo!, ya vuela mi alma
en las alas del Aura que me engaño con su nombre… Acércate más, Céfalo… Bésame…
Que tu querida mano cierre mis ojos…”
Aterrado él, levanta en brazos el cuerpo moribundo de la adorada y con
su llanto riega la herida mortal por donde se exhala un espíritu víctima de una
creencia funesta. Sus labios frenéticos
aún pueden recibir el último suspiro, el hálito inmortal de Procris.
*Extraído de la obra de Publio Ovidio Nasón: “El Arte de
Amar”, Grupo Editorial Tomo, S. A. de C. V., México D. F. Quinta Edición, agosto 2008, pgs. 104 a 107.
Comentarios
Publicar un comentario